Todavía con la resaca de los Oscars a pleno vuelo y con la gran descepción de ver cómo brillaban dos películas que, a un juicio personal no merecían tanto alboroto; de ver cómo muchas que sí merecían grandes reconocimientos eran ninguneadas; y, en cuestión de espectáculo, ver un show bastante mediocre, pasemos a cosas mejores. Un film bello, sólido y que esconde las semillas para lo que sería un gran largometraje.
Powder Keg es el único cortometraje en el que colaboró la ya fallecida pareja creativa conformada por Alejandro González Iñárritu y Guillermo Arriaga. El corto se hizo como parte de una serie de BMW, es relativamente viejo, pero su importancia artística y comercial no disminuye con el paso de los años. Tanto Arriaga como Iñárritu se dan a la tarea de llevarnos por una historia muy emotiva, muy honesta y en la que tus ojos se quedan inevitablemente pegados a la pantalla. Es una historia sobre la pasión por lo que hacemos, una visión alternativa al sentido de la vista, y los puntos fraternales que pueden alcanzar dos desconocidos. Se trata de cómo El Conductor, el único personaje recurrente en toda la serie de cortos, tiene que rescatar a un fotógrafo de guerra de territorio hostil. De Powder Keg se pueden alabar muchas cosas, pero destacan tres elementales: el respeto a la historia, el gran trabajo actoral, y una historia bien estructurada.
Iñárritu entendió la película como lo que es: un cortometraje patrocinado por una gran marca. Se dedicó a contar una historia y todo lo puso como elementos subordinados a ella. No comprometió en nada la agudez dramática de la trama, por ejemplo, por darle protagonismo a la BMW X5 comandada por el siempre excelente y cool Clive Owen. Obviamente se tiene que mostrar el producto y así lo entendieron tanto Arriaga como Iñárritu, pero se utiliza como un personaje más, sin perder de vista el objetivo primordial de respetar una historia -muy común en la dupla creativa- tan bella como sórdida. El escritor y el director tienen una gran fortaleza y habilidad para llevarnos a estos terrenos y yuxtaponerlos de forma muy cómoda y sencilla.
Ambos han sabido encontrar la poesía en la obscuridad y esto queda plasmado en la filmografía de la dupla, siendo el más claro ejemplo el último trabajo del director: la menospreciada Biutiful. Y Powder Keg no es la excepción. Un fotógrafo agonizante -un vulnerable Stellan Skarsgård- le explica en cuestión de segundos un contexto y una backstory que muchos largometrajes quisieran exponer de manera tan orgánica, natural, y sutil: es fotógrafo gracias a su madre, quién le ha enseñado a ver. Todo esto en un contexto de alta tensión, adrenalina y fino melodrama. De hecho, tanto los personajes como el producto son retratados en un claro balance y equilibrio que soporta a la historia y al contexto. Si el contexto es sucio, tanto personajes como el producto deben ensuciarse. ¡Y de qué manera!
El trabajo actoral que logran imprimir tanto Clive Owen, Stellan Skarsgård, así como la breve pero punzante participación de Lois Smith como la madre del fotógrafo, es sencillamente honesto. No hay modelos de comercial ni exageraciones más allá de las permitidas por el hiperrealismo de este drama bélico región 4. No hay caricaturas. Cada personaje es fiel a lo que se debe proyectar ante una historia que fácilmente puede ser catalogada de simple. La realidad es otra. No hay simpleza alguna más que aquella que los grandes artistas saben imponer de manera que lo difícil se ve fácil. Es una trama llena de matices y así de matizadas son las actuaciones. Se tienen que proyectar sentimientos tan dispares como la ansiedad, la resignación, la desesperanza, la desconfianza y llegar a un punto en que dos extraños se hacen hermanos. Y los actores lo logran sin que se sienta atropellado ningún punto de su arco dramático. Todo esto en escasos diez minutos y fracción.
Menos de once minutos no es ni el tiempo que dura un primer acto clásico en un largometraje standard, y Arriaga e Iñárritu logran ejecutar una historia muy cohesiva y de tres sólidos actos. La película empieza en tono y forma que son coherentes a sus temas: una ejecución múltiple, una estética lodosa y cruda, y una cámara subjetiva que nos permite ver lo que de otra forma no nos sería alcanzable. El fotógrafo es descubierto por los verdugos e intenta escapar no sin antes ser herido de bala. Se agazapa con la intención de calmar las cosas. La cámara nos enseña a nosotros lo que los militares no pueden ver y, quizás, él tampoco. Esta pequeña secuencia ya logró varios objetivos de un primer acto: establecer personaje, un conflicto, mundo, tono, temas, y le da al personaje un lugar a dónde ir.
Si bien el destino físico del personaje se brinda al final del primer acto en la forma de una huida, el destino espiritual, o la necesidad temática de nuestro fotógrafo se desarrolla en el segundo acto, dónde conoce a su aliado: el conductor. Aquí, mediante una plática llena de tensión por la situación en el exterior del auto, descubrimos lo incómodo que se siente el fotógrafo, no tanto por ir herido, sino porque está hundido en un desencanto brutal sobre su trabajo. No le ve el punto. No le ve lo útil. Se siente inhumano al haber presenciado tanta tragedia entre hermanos, sin ninguna otra reacción más que apretar el obturador de su cámara para sacar la gran foto. Siguen en huida de alto voltaje. En medio de ese desconcierto, en esa desesperanza, en la que el conductor atina a preguntarle por qué hace lo que hace. El fotógrafo, con su mirada perdida pero en eterna búsqueda le contesta que gracias a su madre, pues ella lo enseñó a ver.
Es en este punto en el que llega el clímax interno y externo de la historia y se abre el tercer acto. Llegan a un retén/frontera en el que el conductor se maneja con toda calma, diplomacia y seguridad. Los oficiales a cargo de la frontera son muy hostiles. Se siente la capacidad de matar impulsivamente. Llenan la pantalla. Es en este punto, cuando todo parece terminar bien, que el fotógrafo atesora su trabajo y atina simplemente a levantar la cámara y disparar sin importarle las amenazas. Si va a hacer su trabajo, lo va a hacer bien, y hasta la última consecuencia. Si va a ser "inhumano" va a ser el más ruin de los inhumanos. Los militares disparan, el conductor cruza la frontera en una secuencia en la que se pone en evidencia la saña de los militares, la capacidad del conductor, y la gran rudeza, aguante y versatilidad del producto. Lo logran. Pero el fotógrafo muere.
Tenemos al final, un pequeño denouement en el que el conductor llega a la casa de la madre del fotógrafo para entregarle las dog tags de su hijo muerto. Descubrimos que la madre que adoctrinó a su hijo en la habilidad de "ver" es ciega. El conductor también viene con buenas noticias: su hijo ha ganado el Pulitzer gracias a sus fotografías. El mundo fue testigo de lo que él alguna vez creyó inútil.
Y la madre, ciega y vulnerable, recibe la garantía de muerte y de vida eterna de su hijo, al tiempo que el conductor se retira entre una luz cegadora, hasta desaparecer en un desenfoque elegante, mientras la luz inunda la pantalla, y al espectador.